miércoles, 13 de abril de 2011

Campo

Después de que mamá dejó caer los platos, papá se fue. Y no volvió.
Yo había quedado fijo en la parte de mantenimiento en el peaje. Pensaba comprarme un coche, alquilar un departamento y poner una rectificadora con un socio. Papá no dio más señales, ni giro postal, nada.
Mi hermana empezó a estudiar ¡medicina! ¿O a probar? En el curso de ingreso se puso de novia con un chico que sí parecía tener vocación. Pero de trabajar ni hablaban.
¿Y si por lo menos trabajaran para sus salidas? Pregunté. Estaban en el sillón. Eliana, me retiró la palabra.
Insistí a mamá con el divorcio. Encontrarían a papá y él tendría que cumplir con la mensualidad, pero ella se negó. No quería problemas, ya me voy a conseguir un trabajo, dijo. No quise escucharla más. Con sus quejas a otro lado. Entonces se quejaba con mi hermana cerca de mí. Me acostumbré a todo eso: a un cuñado de chomba negra y raya al medio con vocación de médico, empezando la carrera; a doce horas de trabajo.
Una vez creí que todo se iba a la mierda. Mi cuñado no tenía tiempo para trabajar, pero en sus ratos libres leía Borges, cuando lo contó (durante el asadito del sábado a la noche) mamá lo felicitó.
Yo salí al patio; a ver las estrellas, a fumar.

El lunes me encontré un perro en casa. Era negro con manchas marrones, con ese tamaño no podía cuidar. Una inutilidad.
- ¿Quién lo trajo?
- Siguió a mamá…
- lo traje yo.
Mamá y Eliana estaban en la galería. Eliana se acercó al perro y le puso su pelo rubio como flequillo, me reí.
No tenemos fondo, pero sí un pedazo de terreno. Dos tilos, tierra seca; entre el frente y la reja.
El perro se acercó moviendo la cola. Estornudé.
A la mañana siguiente arreglaba mi bici cuando apareció el novio de mi hermana, iban a cursar. Llamó al perro.

- ¿Por qué no te lo llevás, Manu? – Pregunté.
- ¿Qué querés, que me mate a la siamesa?
Sonrió.
El perro ladró.
Estornudé.

Los síntomas me seguían al trabajo y a la cama: comezón de paladar, irritación en los ojos, resfrío acuoso.
- ¡Es ese perro de mierda!
Mi hermana y su novio estaban en el cine, pero no me hubiera importado hablar así delante de ellos.
- Si te pasás el año estornudando.- dijo mamá.
¡Todo el mundo bosteza y estornuda, pero no cuarenta veces al día!

Con un puñado de alimento Premium, el perro de mierda me seguiría, compré el mejor alimento y el domingo a la noche. Todos dormían. Salí de casa, el perro me siguió.
En la calle no sabía qué hacer. Los perros vuelven de la orilla del río. Los dejás porque sabés que ahí van a tener comida. Basura, alimento Premium les da igual; tienen chicos con los que jugar. Pero los perros vuelven de la ribera. Cambié el rumbo.
Tan poco tenía planeado que aproveché que el perro se metió a un baldío y corrí, ¿ése era el plan? ¿¡Correr!? En seguida, el perro en mis talones. Seguí, me paré agitado. Insulté al cigarrillo.
Sin darme cuenta, estaba en la vereda del edificio donde había vivido de bebé hasta que nació mi hermana. Vivíamos en el piso 14. No tenía un solo recuerdo de ese lugar, ni uno, nada. O a lo mejor sí: una vez entró un murciélago, revoloteó mi cuna… eso me lo habían contado. El perro se sentó, podía darse ese lujo. Estornudé.
Él me esperaba. Lo imaginé corriendo por el campo. Sin rejas, sin dueños cargosos; con otros perros; intentando cazar una liebre; recibiendo sobras de un asado. Cerca del fogón. En el campo hasta de los desayunos sobran huesos. Podía enterrar ese hueso y dormir en el montículo de tierra fresca que se formase.
Estaba pensando en Florencia; vive en Las Heras, tiene una pulpería. Mitad en broma, le había preguntado por teléfono (no nos conocíamos en persona) si necesitaba un empleado.
- Mirá que no es fácil llevar bandejas.- había dicho ella.
- Siempre estoy dispuesto a aprender de cero (no se porque dije algo así)
- Entonces te voy a tener en cuenta.
Lo que sabía de su aspecto era que tenía una nariz respingada, un flequillo a regla. Ojos de gato, eso llegaba a verse en la foto.

Metí una moneda en el teléfono, marqué el número de Florencia. ¡Era la una de la madrugada!. Colgué.
Esperaría sentado en medio del campo hasta el amanecer. La noche se prestaba. Después desde un monte vería el bar.
Perp sino me apuraba iba a perder el último tren. Corrí, el perro me siguió. El tren se avecinaba. Me detuve en el paso a nivel; el perro siguió de largo y me miró desde la mitad de la vía. El tren tocó bocina. Me di vuelta.
¿Y si la alergia me la producían los tilos? ¿O algún polvo del asfalto?

El tren pasó.
El perro ladró.
Estornudé.
Me esperaba en el andén. Nos sentamos. Veía una nuca cargada de rulos al final del vagón y un ciruja durmiendo. El perro se echó a mis pies. Estaba fresco y yo no sentía un solo síntoma.
En los trenes que van al campo pasa el guarda picando boleto y controlando que todo esté en orden.
El ciruja se despertó, bebió un líquido negro, me saludó y volvió a recostarse. Sonó la bocina. Escuché los pasos del guarda, la puerta abriéndose.
¿Se podría viajar con perro? ¿Dónde esconderlo sino?

1 comentario:

  1. Imagino que pueda saber el destino final, del perro porque ya estoy sufriendo por el.

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