jueves, 4 de marzo de 2010

Mariposa nocturna

Si a alguien puedo y quiero dedicar esta narración, tan confusa y personal, es a ése que ya no está y que como me dijo su madre el otro día, mientras yo la abrazaba - ¡con cuidado de las quemaduras!-, me regaló una muchacha tan (extrañamente) enamorada.

La mañana del 20 de marzo del 98 llegué a la ferretería- tarde como siempre-, tomándome la mejilla para fingir dolor de muela, pero el portugués no estaba esperando bajo el tinglado. La cortina estaba baja y así permanecería. Ocho años en el negocio, poniendo mi mejor cara aunque de verdad doliera una muela picada y de un día para otro el dueño desaparece.
No tenía ahorros, así que al mes estaba en los huesos y sin casa. Llamé a varios amigos, pero ninguno podía recibirme. Me acordé de Marcela, una tía que vivía en capital. La llamé.

- Con veinticinco años y el cuerpo que debés tener en unos días te conseguís algo. Te doy alojamiento- dijo.
Llevaba diez años sin verme, no sé de dónde sacaba lo de mi cuerpo. La última vez que fui a su casa compartí cama con Gonzalo; él tenía pesadillas del tamaño de su cuerpo y despertaba gritando y dando codazos.
Mientras contaba las monedas me pasó algo vergonzoso: lloré.

Cuando llegué al edificio era de noche. La luz se apagó mientras subía la escalera ¿Qué pasaba?
Toqué el timbre y me abrió Marcela, sonrió, los dientes torcidos le daban atractivo a su boca (cerrada), tenía pecas, algunos kilos asentados. Estilo nórdico.
Comiendo un arroz amarillo seco, le conté mi situación con algunos ajustes: me habían despedido hacía tres días, me habían desalojado porque necesitaban la casa, no dejaba aviso clasificado sin tachar, cola sin hacer…
Hasta ese día, nunca había visto un sistema de calefacción central, el piso era alfombrado. Era un departamento cómodo. ¿Armó mi cama cerca del ventanal para que me despertara a primera hora?
Fui al baño, pasillo al fondo. Cuando salía, Marcela me llamó desde la pieza de Gonzalo. Entré. Con una linterna hizo un paneo, se detuvo en la lámina de una patinadora escandinava. La muchacha no llegaba a ser insulsa, tenía cara de nena y una boca prominente.
- Es Bruna Belger, Belguer, Bolger. Lo tiene obsesionado. Antes le escribía poemas. Pero ahora…- hizo un gesto como si hubiera escuchado un ruido. – cambió el nombre Bruna por el de Dios y los guardó bajo llave.
Hace unos días – no voy a mencionar en qué circunstancias, aunque sean las que me llevaron a escribir esto- tuve acceso a esos poemas. Uno prometía llevar a cabo cada frase y en otro decía, palabra más, palabra menos:
¿Escucharé algún día, Dios -Dios escrito sobre un nombre que no llegaba a distinguir- tu voz, clara y distinta, decir: “todo termina ¡acá!” ¿O me iré antes, caminando en paz, con una mano en el bolsillo y un incendio en la espalda?

Marcela prendió un cigarrillo y me ofreció otro, ese día fumé. Se acercó para mirarme las pupilas, la posibilidad de que pudiera estar anémico la hizo llorar.
Más tarde se fue a su habitación, yo me quedé tapado en el sillón. Cerca de las dos escuché la puerta, abrí un ojo; en el pasillo, Marcela hablaba con Gonzalo que estaba encapuchado. Él le tomó la cara y le besó la frente. Después cada uno se fue a su cuarto.
Marcela me dio plata para almorzar mientras buscaba trabajo. Salí a primera hora de la mañana fría, pero me senté en un bar. Comiendo y ojeando los diarios me sorprendió la noche. Los mozos me miraban con mala cara así que me fui. Volví a llorar viendo a un muchacho de mi edad subiendo a un coche importado con una chica rubia.
A Marcela le dije que el dueño de una marroquinería (fue el primer rubro que me vino a la cabeza) me había dado chance. Después de un día sentado en un bar cuesta dormirse, pero simulé estar dormido cuando llegó Gonzalo. Él se acercó despacio, me pasó los dedos por el pelo, me tocó el hombro. Debería verme como un niño en ese sillón, comparado con Gonzalo que estaba de pie y encapuchado.
Dijo: vamos a tomar algo, Marcela me contó tu situación ¿querés ir a tomar algo? Ahora.
Me prestó una campera suya. No lloré cuando en la calle me reflejé en un escaparate.
Nos sentamos en un bar de paredes descascaradas y poca luz. Pedimos cerveza y tostados; cuando el mozo preguntó ¿Cuántos? Gonzalo dijo:
Muchos, muchos. Y le dio unas palmaditas al mozo.
- ¿Sabés algo? Anoche soñé que era una madre Siciliana (en 1950) y me di cuenta, eso es lo que quiero ser.- Dijo- Porque llega un momento en la vida de todas esas mujeres, siempre, tarde o temprano, en que un hijo – me tomó la mano. Miré alrededor- les dice- bajó la voz-: MAMA.
Comimos y tomamos. Le pregunté por su padre. Entonces se sacó la capucha, estaba rapado, pálido y tenía un corte de afeitada. Apretó las mandíbulas, se reclinó en la silla y me miró. Hizo un bollito con un trozo de servilleta y, sin violencia, me lo tiró.
Al rato se levantó y se sentó frente a una muchacha que estaba sola y muy abrigada. Estuvo unos segundos absorto antes de hablarle. Ella se levantó y vino a mi mesa. Me tomó la mano y sonrió. Eso fue todo. Me invitó a su departamento. Antes de irme quise saludar a Gonzalo, pero él no sacaba la vista de una mariposa nocturna que aleteaba en un foco.
En el departamento, Eleonora se sacó el gorro de lana dejando caer su pelo ondulado y erizado. Dio una palmada al sillón para que la acompañe.
Desde ese día me dedico a lo doméstico. Espero a Eleonora con la comida, cuido las macetas, abro las cortinas de par en par para que entre el sol y la casa se ventile.

1 comentario:

  1. muy bueno el blog. excelente! ¿queres que suba un cuento mio? ¿Como tendria que hacer?
    los cuentos muy interesantes te felicito

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