jueves, 4 de marzo de 2010

Avenida

Después de casi tres horas rompió el letargo y subió al taxi. Pensó una oración entrecortada: todo se… perdió. Sus manos colgaban del volante. Con su segunda reacción dio marcha al auto. Y si a pisar el acelerador se le puede llamar manejar; manejó. Unos kilómetros de avenida después, encendió la luz de libre. Ignoró a varios posibles pasajeros. Creyó sentir un impacto en el lado derecho del coche ¿un pájaro nocturno, una mano? Recordó la vez que ¿atropelló? la cámara de un turista nórdico. Recordar: ¡eso no!
Por cuarta vez salió de la quietud. Dos muchachas: una con vestido negro haciendo juego con la piel bronceada, llevaba el pelo atado en un rodete, la otra vestía un equipo de gimnasia ¿de que club? Nada de recordar.
Las muchachas subieron. El coche arrancó. Cecilia, la del equipo de gimnasia, nombró calles e intersecciones. El silencio de los taxistas era habitual.
- ¿Y entonces?- preguntó Cecilia apoyando una mano en la rodilla de Eve, la del vestido.
¿Entonces que? ¡Entonces, nada!
Eve dijo:
- Se acercó con una de esas tenazas… pinzas ¿viste? Con un cubito. Yo estaba haciéndome la otra mirando la luna en el balcón. Y me metió el cubito por el vestido. – agregó algo inaudible. Rieron.
- Pero es hielo seco.
- Para nada. Quiero abrir la ventanilla.
Algo metálico tintineo en la alfombra del asiento trasero. Eve se inclinó. Cecilia dijo:
- ¿Podría dar luz a mi amiga?
Esperó una broma por la forma en que hizo el pedido. Pero nada. Lo prefería así. Otras veces, cecilia, aun con esa ropa había sido victima de miradas lujuriosas por el retrovisor. Eve sostenía con los labios el clip que ayudaba al puntiagudo palillo chino a sostener el rodete. Gracias igual, eh. Pero el taxista sobrepasó los límites de hostilidad con aquella mirada cargada de odio ¿Qué le molestaba que Eve se persignara al pasar por la catedral?
Cecilia conocía bien a Eve por eso cuando la vio sacar la puntita de la lengua se dio cuenta que no se sentía bien. Ella podía resistir ese viaje asfixiante, años de actividad física la habían hecho resistente. Pero Eve…
El hombre subió la ventanilla que Cecilia había bajado.
- Por favor…- murmuró Eve.
- Okey, dejá. Cecilia empezó a soplar la cara de su amiga. Pero que feo se las vería el hijo de puta…que ahora se pasaba. Y… gruñía. Cecilía se colgó del asiento del acompañante.
- ¡A la derecha!
¿Lágrimas en los ojos del hombre? Cecilia se volvió a su amiga. Le sopló la cara con fuerza. Entonces una luz anaranjada iluminó el asiento trasero, los labios morados, los ojos en blanco, el rodete ¡y el palillo chino! ¿Cuántas miradas de taxistas aparecieron en la mente de Cecilia? Ella era deportista y no tenía nada a favor ni en contra de ningún taxista. Todos los días la traían y la llevaban del club a su casa…
El taxi iba directo al río, pronto estaría sobre el empedrado…
Cecilia recordó un coche de videojuegos perdiendo el control y muñecos de publicidad saliendo despedidos por un parabrisas. Con el palillo rayó el cuello del taxista. El coche vibraba. Dejó dos puntos al intentar clavárselo. El taxista frenó de a poco y se hizo a un costado del camino como un oficinista prudente al que le suena el celular. Se bajó el cuello de la camisa:
- Con fuerza, nena- dijo.
Ella, llorando, pensó en los músculos que corrían en todas direcciones por esa zona y un conductor que lleva los brazos en tensión…
Más allá la feria el puerto: con sus luces, sus adornos a precio dólar y sus turistas. Pero en el coche las puertas trabadas y solo él podía destrabarlas.
- ¡Con fuerza! ¡dale, hija…
Entonces Eve arrebató a Cecilia el palillo y cumplió con el pedido del taxista.
Horas antes, el hombre descansaba en la cama cuando su hija, en pijama de ositos, lo atacó con una cuchilla. Era como un juego: te badaré, le dijo ella con voz gangosa ¿pero en que descuido habría él olvidado esa cuchilla? El hombre rodó y cayó contra un modular. La primer puñalada se clavó en el colchón, entonces la muchacha intentó saltar la cama, pero cayó ¿y eso que crujió, fueron sus entrañas?
Las puertas se destrabaron.

Una más, hija.
Y Cecilia creyó que aquello había sido una frase incompleta.

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