martes, 17 de mayo de 2011

Una biblioteca

Tengo un libro titulado “La comunicación humana” es de 1970. La solapa está escrita por uno de sus lectores (un nieto de la señora que me lo regaló) : “este libro es una poronga”. Tanta fotocopia, tanto árbol talado, tanto libro al pedo. Mi biblioteca es una vergüenza vergonzante.
No hay dos montañas iguales, sin embargo la llanura. Camino por ese desierto ventoso, encuentro al tipo, de tan grande me da casi miedo, Borges pone una pregunta en mi boca y el gigante me responde con un reproche. Nadie puede leer más de media docena de libros, lo importante es la relectura. Es el cuento, el recuerdo de un cuento. Ese hombre del futuro nos puso en evidencia.
Larsen, mi amigo barbudo, al que tanto le cuesta respirar, dijo el otro día, en la librería de Cristina:
“Cuando venga un tsunami voy a poner los libros en el piso, voy a bajarlos de las estanterías y a ponerlos en el piso.”

Pero hace un mes, viví la vida de otro. Dormí en la cama de otro, usé la computadora de otro, ensucié el pomo de la puerta de una casa que no era la mía. En ese departamento (no esperen que lo señale en la guía T) está la biblioteca ejemplar. Una biblioteca mejor que la nacional, más sabia que la de cualquier profesor de letras, o cualquiera de las bibliotecas acumuladas por generaciones de directores de teatro, poetas, médicos. La más justa de las bibliotecas.
Hace dos días conocí a la dueña de esa biblioteca, la intuí feliz, sabia. Riente.
Era su cumpleaños y gracias a Dios mi novia y yo fuimos desprovistos de regalos. Por suerte no se nos ocurrió un libro. Un solo libro más contaminaría esa biblioteca tanto como la extracción de un volumen. ¿Cuántos libros tenía? Siete, ocho, nueve.
En su biblioteca están: todos esos cuentos que empezaban con había, o érase una vez. La imaginación del hombre nunca llegó tan lejos como la de los hermanos Grimm. Ah, ¿eran compiladores?. La obra completa, o lo suficiente de Oscar Wilde; los cuentos completos- en un solo volumen, casi de bolsillo- de una autora que no pretendo recordar. Leí parte de un cuento de ella; el cuento trataba de una actriz que no conseguía trabajo y se moría de hambre en una piecita de conventillo yankee. Me recordó a O Henry.
La biblioteca de la novia del amigo de mi novia era suficiente, justa. Bastaba. Bibliotecas más grandes nos aumentan el ego, acumulan cucarachas, polvo, párrafos inútiles (¿Qué hace Saramago en mi biblioteca?) nos alejan del pensamiento; de la nada, de la esencial relectura.

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