sábado, 6 de marzo de 2010

El prestamista

Hoy no abrí el negocio, estoy pensando en la plata que me deben. Me quedo en casa, no prendo la luz. Pienso. Agarro un cuaderno cuadriculado y anoto.

Lautaro 1500

Lautaro, mi primo hermano, se juntó con la compañera del secundario.
Apenas se juntaron él le hizo dejar a ella el trabajo en el bingo, ahí trabajaba también el ex novio de ella, un morocho bastante mayor para Eliana, al que una vez vi caerse de una moto y no se por que me alegró que se haya dado ese buen golpe. Al tiempo me enteré de que era el famoso tipo mayor que había sido novio de la novia de mi primo.
El mundo es un pañuelo.
Yo estaba de acuerdo con la decisión de mi primo. No me acuerdo bien, pero creo que yo se lo sugerí.
Más tarde mi primo perdió su trabajo en la fotocopiadora, lo echaron, abandonó, o se hizo echar. Así que lo ayudo con los servicios. Ayudo, es una forma de decirlo.
El último préstamo de cuatrocientos se lo pasé por debajo de la puerta. Una vez me dijo:
- Cuando la persiana está del todo cerrada es porque con Eli estamos dándole.
Ni una hendija. Metí el sobre por debajo de la puerta haciendo el menor ruido posible y seguí camino.

Anoto también:
Tía María 900

No cuento las veces que le compré el alimento para los perros, eso me lo busqué por regalarle una perra castrada, que me habían dejado en la puerta de casa. Prometí a María alimento para esa perra, pero no puede ser que coma tanto, estoy seguro que estoy alimentando a sus cuatro perros. Eso no cuenta.
El jueves pasado sonó el teléfono. Atendí. Era el novio de mi tía, quince años menor que ella. Fingió ser un viejito equivocado.
¿Hola, hablo con el programa de concusho? Le seguí el juego aunque me hubiera gustado que no hiciera eso. Le pasó el tubo a María. Ella me habló del campo, del toro, de los caballos, los patos y el partido que se armaron los perros. Me invitó a comer asado el viernes a la noche, después del negocio. Cuando estaba por rechazar, mi vecino puso la Chevy en marcha. Las paredes vibraron. Acepté.
En el campo miré el trozo de falda sobre la parrilla, las brasas ardiendo, no perdí un segundo de la cocción, no me llamaban la atención las estrellas, los pastizales ni los caballos.
Apareció el novio de mi tía con los pantalones por la boca del estómago, encorvado y sacando mentón:
- Vosh te queré sheva a María, atorrante…esha trabaja para mí.
- No, don Beto (así se llama su personaje)- le dije- quédese tranquilo…
- Ah, ashí me guta- con una vara se puso a remover las brazas.
Escuché la risa de mi tía. Ella empezó a hablar en cocoliche, una broma, saqué cien pesos, prometió hacerme regalos. La falda se siguió cocinando. Nunca pienso en lo que me cuesta ese asado.
Con ese recuerdo me duermo un rato.

Me despierto. Anoto:
Eduardo 200

Eduardo había sido empleado en mi negocio. Tenía una bicicleta y yo lo mandaba a llevar pedidos. Tuve varias quejas, maltrataba a los clientes o trataba de entablar una relación con las clientas. Se había inventado un seudónimo y todo. Con el tiempo las mujeres dejaron de hacerme pedidos, no les gustaba que un repartidor se pusiera pesado. Anulé el reparto y se lo dije a Eduardo.
Él siguió viniendo a pedirme pequeños préstamos. Cinco, diez, doce, sumaron doscientos pesos. El 20 del mes pasado me pidió cien para hacer una inversión. Prometió devolverme todo con intereses. No me importó, no le di los cien.
Me dijo: mirá que va a llover hoy en la capital, eh, señaló el cielo.
Esa noche prendí la tele, estaban trasmitiendo una fiesta de música al aire libre en vivo. Llovía. El periodista se acercó a un encapuchado que vendía capitas para la lluvia. Muy simples, hechas con bolsas de consorcio.
¿Cuánto cuestan? Diez pesos. Reconocí la voz del vendedor, era Eduardo.
La cámara enfocó el monumento a los españoles y después recorrió la plaza, todos estaban protegidos por aquellas capas negras o grises.
Al otro día esperé a Eduardo.
Suena el timbre. Cierro los ojos, la oscuridad ayuda. Seguro vienen a preguntar cómo me siento, por qué no abrí el negocio y después el favor, la ayudita, el préstamo, la colaboración… tiran una nota por debajo de la puerta y se van.

Anoto:
Patricio 600

Hace unos días fui a lo de Patricio, me atendió la madre, me hizo pasar, andá y despertalo, me dijo. Era la una de la tarde, yo había trabajado toda la mañana. Me senté en una esquina de la pieza. Rayitos de sol entraban por las hendijas de la persiana. Me imaginé sosteniendo un revólver y diciendo alguna frase, “el papel higiénico me hace doler” bien a lo gangster, al recién despierto. Me miró y tardó en darse cuenta que era yo.
- Ah ¿qué hacés?
A Patricio le presté 600 para poner una heladería. Una sociedad que a mí no me interesaba. Nada más quería recuperar mi inversión.
- Yo sabía que no iba a caminar- me dijo- Me cayó la ficha una mañana cuando ya tenía todo comprado, freezer cargado, todo. Tarde caí. Fijate, recorré todas las heladerías y te vas a dar cuenta, las atienden chicas, dos, tres, a veces cuatro. No importa y hasta en la del centro está esa que se pone a bailar. No importa que no sean lindas pero son mujeres y acá mi viejo…
- ¿Cómo que tu viejo?
- Si, el me ayudaba.
El padre es pelado y usa unos anteojos tonalizados muy gruesos.
- La jubilación no le alcanza y yo me di cuenta que no iba, no iba- se dio un cachetazo en la frente- claro y si no viene nadie, no viene nadie, es un círculo. La gente dice: “el helado ahí debe estar re podrido”
Sospeché que se había dado cuenta de esto antes de invertir mi plata pero total no era de él.

No pongo en el cuaderno los gastos de mi mamá y mi hermana. Ni los pequeños: arreglo de un televisor, el gas de la heladera, Internet, las radios a pilas descartables.
Hace poco, Carolina, mi hermana, rechazó un trabajo de cuatro horas para vender celulares, porque le impedía ver al novio. Ella está en tercer año de derecho.
Me acuerdo de que una vez discutí con mi mamá por defender a mi hermana.
- El estudio es un trabajo- dije- Carolina es una trabajadora.
- por favor…
Pero el otro día le mencioné a Carolina lo del trabajo que rechazó.
- Un trabajo de cuatro horas no te hubiera venido mal, juntás y cuando no das más, lo dejás.
- Bueno, pero ahora ya está, la decisión ya la tomé. Si no querés darme para una tarjeta ya fue, decilo y listo… pero no hagas un mundo.
Tenía puesta la remera de kity, la usaba desde los seis años. Me pregunté cómo hacía para sostener el tazón con esas muñecas tan finas. Bebió, dejó el tazón, y subió las rodillas al pecho. La miré a los ojos y sonrió, le había quedado un bigote de café con leche. Lo hacía a propósito…

Hoy no abrí el negocio y me pasé el día pensando en estas cosas. Trabajo todo el día y apenas llego para la comida, ni hablar de un restaurante o una novia. Me acuesto y lo tengo decidido. No voy a volver a abrir el negocio. Me reincorporo en la fábrica, como operario.
La gente piensa que uno dispone de la caja completa, no sabe que esa plata es del distribuidor, del dueño de los locales, etcétera. Además uno está tan expuesto a las visitas. Mañana mismo entro al despacho del jefe de la cigarrera y me reincorporo.
A las once me duermo.
Me despierto a las siete, hay un mensaje en el contestador y la nota que me dejaron sigue en el piso.
No necesito abrigo. Mañana templada con brisa del oeste. Salgo de casa, camino en dirección opuesta al negocio, cruzo por el paso a nivel muerto. Hay pastizales y una caseta de guardabarrera abandonada. Llego a la fábrica, entro en el predio, todavía no llegó ningún auto, el estacionamiento está libre y corre un viento que viene del riachuelo.
Estoy parado en medio del estacionamiento. Lejos, en la calle, para un coche, se baja la ventanilla.
- ¿Qué hacés ahí? – Es Patricio que no entiende qué hago acá, oxigenándome. Pienso.
Me acerco al auto, es un Senda azul.
- Ayer no abriste ¿Qué te pasó?
Estoy por decirle que ya no…
- Subí que te alcanzo- me dice- tengo que tapizarlo…
Me pregunto cuánto me saldrá el viaje.

jueves, 4 de marzo de 2010

Mariposa nocturna

Si a alguien puedo y quiero dedicar esta narración, tan confusa y personal, es a ése que ya no está y que como me dijo su madre el otro día, mientras yo la abrazaba - ¡con cuidado de las quemaduras!-, me regaló una muchacha tan (extrañamente) enamorada.

La mañana del 20 de marzo del 98 llegué a la ferretería- tarde como siempre-, tomándome la mejilla para fingir dolor de muela, pero el portugués no estaba esperando bajo el tinglado. La cortina estaba baja y así permanecería. Ocho años en el negocio, poniendo mi mejor cara aunque de verdad doliera una muela picada y de un día para otro el dueño desaparece.
No tenía ahorros, así que al mes estaba en los huesos y sin casa. Llamé a varios amigos, pero ninguno podía recibirme. Me acordé de Marcela, una tía que vivía en capital. La llamé.

- Con veinticinco años y el cuerpo que debés tener en unos días te conseguís algo. Te doy alojamiento- dijo.
Llevaba diez años sin verme, no sé de dónde sacaba lo de mi cuerpo. La última vez que fui a su casa compartí cama con Gonzalo; él tenía pesadillas del tamaño de su cuerpo y despertaba gritando y dando codazos.
Mientras contaba las monedas me pasó algo vergonzoso: lloré.

Cuando llegué al edificio era de noche. La luz se apagó mientras subía la escalera ¿Qué pasaba?
Toqué el timbre y me abrió Marcela, sonrió, los dientes torcidos le daban atractivo a su boca (cerrada), tenía pecas, algunos kilos asentados. Estilo nórdico.
Comiendo un arroz amarillo seco, le conté mi situación con algunos ajustes: me habían despedido hacía tres días, me habían desalojado porque necesitaban la casa, no dejaba aviso clasificado sin tachar, cola sin hacer…
Hasta ese día, nunca había visto un sistema de calefacción central, el piso era alfombrado. Era un departamento cómodo. ¿Armó mi cama cerca del ventanal para que me despertara a primera hora?
Fui al baño, pasillo al fondo. Cuando salía, Marcela me llamó desde la pieza de Gonzalo. Entré. Con una linterna hizo un paneo, se detuvo en la lámina de una patinadora escandinava. La muchacha no llegaba a ser insulsa, tenía cara de nena y una boca prominente.
- Es Bruna Belger, Belguer, Bolger. Lo tiene obsesionado. Antes le escribía poemas. Pero ahora…- hizo un gesto como si hubiera escuchado un ruido. – cambió el nombre Bruna por el de Dios y los guardó bajo llave.
Hace unos días – no voy a mencionar en qué circunstancias, aunque sean las que me llevaron a escribir esto- tuve acceso a esos poemas. Uno prometía llevar a cabo cada frase y en otro decía, palabra más, palabra menos:
¿Escucharé algún día, Dios -Dios escrito sobre un nombre que no llegaba a distinguir- tu voz, clara y distinta, decir: “todo termina ¡acá!” ¿O me iré antes, caminando en paz, con una mano en el bolsillo y un incendio en la espalda?

Marcela prendió un cigarrillo y me ofreció otro, ese día fumé. Se acercó para mirarme las pupilas, la posibilidad de que pudiera estar anémico la hizo llorar.
Más tarde se fue a su habitación, yo me quedé tapado en el sillón. Cerca de las dos escuché la puerta, abrí un ojo; en el pasillo, Marcela hablaba con Gonzalo que estaba encapuchado. Él le tomó la cara y le besó la frente. Después cada uno se fue a su cuarto.
Marcela me dio plata para almorzar mientras buscaba trabajo. Salí a primera hora de la mañana fría, pero me senté en un bar. Comiendo y ojeando los diarios me sorprendió la noche. Los mozos me miraban con mala cara así que me fui. Volví a llorar viendo a un muchacho de mi edad subiendo a un coche importado con una chica rubia.
A Marcela le dije que el dueño de una marroquinería (fue el primer rubro que me vino a la cabeza) me había dado chance. Después de un día sentado en un bar cuesta dormirse, pero simulé estar dormido cuando llegó Gonzalo. Él se acercó despacio, me pasó los dedos por el pelo, me tocó el hombro. Debería verme como un niño en ese sillón, comparado con Gonzalo que estaba de pie y encapuchado.
Dijo: vamos a tomar algo, Marcela me contó tu situación ¿querés ir a tomar algo? Ahora.
Me prestó una campera suya. No lloré cuando en la calle me reflejé en un escaparate.
Nos sentamos en un bar de paredes descascaradas y poca luz. Pedimos cerveza y tostados; cuando el mozo preguntó ¿Cuántos? Gonzalo dijo:
Muchos, muchos. Y le dio unas palmaditas al mozo.
- ¿Sabés algo? Anoche soñé que era una madre Siciliana (en 1950) y me di cuenta, eso es lo que quiero ser.- Dijo- Porque llega un momento en la vida de todas esas mujeres, siempre, tarde o temprano, en que un hijo – me tomó la mano. Miré alrededor- les dice- bajó la voz-: MAMA.
Comimos y tomamos. Le pregunté por su padre. Entonces se sacó la capucha, estaba rapado, pálido y tenía un corte de afeitada. Apretó las mandíbulas, se reclinó en la silla y me miró. Hizo un bollito con un trozo de servilleta y, sin violencia, me lo tiró.
Al rato se levantó y se sentó frente a una muchacha que estaba sola y muy abrigada. Estuvo unos segundos absorto antes de hablarle. Ella se levantó y vino a mi mesa. Me tomó la mano y sonrió. Eso fue todo. Me invitó a su departamento. Antes de irme quise saludar a Gonzalo, pero él no sacaba la vista de una mariposa nocturna que aleteaba en un foco.
En el departamento, Eleonora se sacó el gorro de lana dejando caer su pelo ondulado y erizado. Dio una palmada al sillón para que la acompañe.
Desde ese día me dedico a lo doméstico. Espero a Eleonora con la comida, cuido las macetas, abro las cortinas de par en par para que entre el sol y la casa se ventile.

Avenida

Después de casi tres horas rompió el letargo y subió al taxi. Pensó una oración entrecortada: todo se… perdió. Sus manos colgaban del volante. Con su segunda reacción dio marcha al auto. Y si a pisar el acelerador se le puede llamar manejar; manejó. Unos kilómetros de avenida después, encendió la luz de libre. Ignoró a varios posibles pasajeros. Creyó sentir un impacto en el lado derecho del coche ¿un pájaro nocturno, una mano? Recordó la vez que ¿atropelló? la cámara de un turista nórdico. Recordar: ¡eso no!
Por cuarta vez salió de la quietud. Dos muchachas: una con vestido negro haciendo juego con la piel bronceada, llevaba el pelo atado en un rodete, la otra vestía un equipo de gimnasia ¿de que club? Nada de recordar.
Las muchachas subieron. El coche arrancó. Cecilia, la del equipo de gimnasia, nombró calles e intersecciones. El silencio de los taxistas era habitual.
- ¿Y entonces?- preguntó Cecilia apoyando una mano en la rodilla de Eve, la del vestido.
¿Entonces que? ¡Entonces, nada!
Eve dijo:
- Se acercó con una de esas tenazas… pinzas ¿viste? Con un cubito. Yo estaba haciéndome la otra mirando la luna en el balcón. Y me metió el cubito por el vestido. – agregó algo inaudible. Rieron.
- Pero es hielo seco.
- Para nada. Quiero abrir la ventanilla.
Algo metálico tintineo en la alfombra del asiento trasero. Eve se inclinó. Cecilia dijo:
- ¿Podría dar luz a mi amiga?
Esperó una broma por la forma en que hizo el pedido. Pero nada. Lo prefería así. Otras veces, cecilia, aun con esa ropa había sido victima de miradas lujuriosas por el retrovisor. Eve sostenía con los labios el clip que ayudaba al puntiagudo palillo chino a sostener el rodete. Gracias igual, eh. Pero el taxista sobrepasó los límites de hostilidad con aquella mirada cargada de odio ¿Qué le molestaba que Eve se persignara al pasar por la catedral?
Cecilia conocía bien a Eve por eso cuando la vio sacar la puntita de la lengua se dio cuenta que no se sentía bien. Ella podía resistir ese viaje asfixiante, años de actividad física la habían hecho resistente. Pero Eve…
El hombre subió la ventanilla que Cecilia había bajado.
- Por favor…- murmuró Eve.
- Okey, dejá. Cecilia empezó a soplar la cara de su amiga. Pero que feo se las vería el hijo de puta…que ahora se pasaba. Y… gruñía. Cecilía se colgó del asiento del acompañante.
- ¡A la derecha!
¿Lágrimas en los ojos del hombre? Cecilia se volvió a su amiga. Le sopló la cara con fuerza. Entonces una luz anaranjada iluminó el asiento trasero, los labios morados, los ojos en blanco, el rodete ¡y el palillo chino! ¿Cuántas miradas de taxistas aparecieron en la mente de Cecilia? Ella era deportista y no tenía nada a favor ni en contra de ningún taxista. Todos los días la traían y la llevaban del club a su casa…
El taxi iba directo al río, pronto estaría sobre el empedrado…
Cecilia recordó un coche de videojuegos perdiendo el control y muñecos de publicidad saliendo despedidos por un parabrisas. Con el palillo rayó el cuello del taxista. El coche vibraba. Dejó dos puntos al intentar clavárselo. El taxista frenó de a poco y se hizo a un costado del camino como un oficinista prudente al que le suena el celular. Se bajó el cuello de la camisa:
- Con fuerza, nena- dijo.
Ella, llorando, pensó en los músculos que corrían en todas direcciones por esa zona y un conductor que lleva los brazos en tensión…
Más allá la feria el puerto: con sus luces, sus adornos a precio dólar y sus turistas. Pero en el coche las puertas trabadas y solo él podía destrabarlas.
- ¡Con fuerza! ¡dale, hija…
Entonces Eve arrebató a Cecilia el palillo y cumplió con el pedido del taxista.
Horas antes, el hombre descansaba en la cama cuando su hija, en pijama de ositos, lo atacó con una cuchilla. Era como un juego: te badaré, le dijo ella con voz gangosa ¿pero en que descuido habría él olvidado esa cuchilla? El hombre rodó y cayó contra un modular. La primer puñalada se clavó en el colchón, entonces la muchacha intentó saltar la cama, pero cayó ¿y eso que crujió, fueron sus entrañas?
Las puertas se destrabaron.

Una más, hija.
Y Cecilia creyó que aquello había sido una frase incompleta.